28 abril, 2015

LUCIA, CAPITULO II

Ernesto volteaba a ver el piso cuando estaba conmigo o volteaba a verme a los ojos, fuera de ahí no había nada mas que atrapara su atención ni que desviara su vista.  Interpreto siempre su cabeza baja a su infinita obsesión por estar pensado. La verdad es que yo desde el principio relacioné que agachara la mirada no por tristeza, pena o cansancio, sino que más bien era como una señal de que algo estaba tramando, era su posición para concentrase y la manera en que mejor se acomodaba el cerebro para seguir maquilando ideas.

En el mundo de baile, arte y teatro en el que me desenvolvía era demasiado común encontrarte con mentes interesantes, complicadas o astutas y una que otra que a veces te dejaba muda de lo estupendamente fuerte. Ernesto no era nada de eso. Su mente era mucho más compleja. Era una fusión de todas las mentes que yo había conocido.  Funcionaba a miles de revoluciones por segundo y con un sin fin de caballos de fuerza.

Poco a poco palabras de poetas hacían sentido cuando antes solo habían sido letras sin significado “De eso se trata, de coincidir con gente que te haga ver las cosas que tu no ves. Que te enseñen a mirar con sus ojos”  fue de lo primero que escribí de el en mi diario para describir con palabras de Benedetti como me sentía cuando estaba con EL.

Si una palabra lo describía era curioso. Ese hombre siempre estaba preguntándose cosas y a mi me fascinaba que me contagiara con hambre de saber, de experimentar, de crear. Ernesto no se conformaba con quedarse con una duda porque la impotencia de no entender lo ponía bastante ansioso entonces siempre estaba buscaba respuestas y retos.

Se que solo aprendió a tocar el saxofón porque alguna vez Joaquín su hermano me confesó que un día se lo encontró en el estudio usando su saxofón y tocando de una forma que ni el mismo Joaquin soñaba. También se que desarmó y desmanteló una centena de radios nuevos y viejos solo para poder entender el funcionamiento de esos aparatos. Un día era normal que me sorprendiera con un regalo de madera, como una mesita para adornar mi cuarto. Entonces Ernesto no era nada mas todas las mentes que conocía, era todos bueno y grande que yo conocía. Sentía como me carcomía todas mis decepciones pasadas, como era capaz de curar los moretones de mi infancia, como tenía el poder de hacerme olvidar todo lo malo y poco a poco podía formar nuevos sentimientos en mi que eran todo un espectáculo para mi.

De salir con el me gustaba que todo le tenía una explicación. Todo tenía razón y motivo de ser. Y me lo hacía saber. Eso lo empecé a notar en pequeños y a lo mejor tontos detalles. Me dió una flor y  ¿sabes lo que sentí cuando me dío esa rosa amarilla? que se me subía la sangre a los hombros. Me iluminé toda y vi como explotaba en mil pedacitos mi amor por el, que poco a poco se estaba reproduciendo en exceso. Me encantó que me dejara escogerla, que no fuera sorpresa y que siempre me la platicara. Flores, flores flores, con el siempre eran amarillas.

“Lucía, yo a ti no te regalo otras flores que no sean amarillas porque no te mereces otras. Te voy a decir un secreto y confesar porque amarillas. Porque son como puro oro.Tienen el color de arriba, del astro rey, del Don Sol, nuestra estrella. Es el color con el que se representa el color de la alegría e inteligencia. A causa de su luz, siempre esta brillante, como tu. Aparte, quiero que sepas que una flor amarilla quiere decir “piensame", y espero que siempre que las veas no solo estes pensando en mi, sino que sepas que yo pensaré en ese instante en ti”

Esa tarde, le confesé mi amor a Ernesto. Yo me había guardado todas esas palabras de amor porque no me gustaban afuera, porque nunca me había enamorado así, porque no pensé que existiera un lado cursi y romántico cuando solamente habían sido rechazos. En verdad, me desconocí cuando empezaron a salirme las palabras:

Escuchame bien Ernesto, pero escuchame bien. Yo a ti ya te quería desde antes, desde siempre, desde que no existíamos, desde antes de que nos viéramos, desde que te supiera, desde mucho antes de que empezara a latir mi corazón, desde antes de saber que la letra E va antes que la F. Para mi representas todo lo que pensé imposible y se materializa en un solo hombre, en un solo nombre, en ti. Mi vida no estaba completa sin ti y eso lo se ahora, tu ya eres, ya fuiste y siempre serás mi gran amor”

Y me dio miedo. Y me dio pavor y me quise escapar lo mas lejos de el. No hay nada mas peligroso que reconocer el veneno que te mata y probarlo a diario esperando no morir en el próximo trago. Eso es locura y era lo que yo no estaba dispuesta a arriesgar, y por eso me fuí, porque era evidente que tenía todo el poder y todo control sobre mi y huí.  Luz huía, Lucía.

El lugar fue lo de menos y creo que lo escogí por la misma razón por la que me fui: por cobarde. Por ser una miedosa que corre a la primera que no puede, y por eso pensé “Lucia, te vas a la última orilla del mundo, a donde termina todo, a la punta de nada, vete y no vuelvas, no voltees atrás ni te arrepientas”

A los 25 días exactamente de haberme instalado en Montevideo, recibí la primera carta. Ese momento en el que ví  el sobre arrugado en la puerta de la entrada de mi casa, quise creer que era una carta de Ernesto que milagrosamente había encontrado mi ubicación. Me equivoqué y la decepción de no tener noticias de el sobre mis manos me puso en total estado de nostalgia y melancolía que me solté llorando como una niña y yo no era de las que dejaba que mis lágrimas salieran. Mientras me secaba la cara con los hombros empecé a abrir la carta de Chenta, la sirvienta que vivió cuarenta y tantos años en mi casa y la que me dijo que las Lucias siempre nos andamos yendo. Me extrañó demasiado que tuviera en mi poder unas hojas donde la Chenta platicaba amenamente y no porque no le gustara comunicarse, sino porque no sabía escribir. Al final me explicó que le pidió a su sobrino que le ayudara a escribirme una carta que ella iba a dictar.

Encontrar aquel sobre maltratado por debajo de mi puerta con el nombre de Maria Josefa en letras grandes me inyecto la energía que yo necesitaba para seguir porque me devolvió el lazo de Lucia la de Mexico que yo todavía era. Entre otras noticias me platicó de Bongo que ya se le notaba en el comer la tristeza por mi ausencia porque no probaba croqueta con las mismas fuerzas, de la tía Cuquita que por fin se había animado a compartirle a ella la receta de mi abuelita para preparar la tradicional paella y del señor Morales que había chocado su carro contra la barda trasera de la casa en una de las amanecidas que se metía. Después de eso, de la nada, Chenta empezó a contarme la historia e importancia de mi nombre:

Mi niña, la luz no se puede agarrar, no se puede manipular, no se puede limitar, la Luz solamente brilla y corre y vuela. Y tu nombre termina con “uía”, y allá por mis tierras como ni las faltas de ortografía ponemos es lo mesmo el uia que huía. Entonces mi niña eres una luz que huye, la Luz Huía, mi Lucia. Nunca olvides esto que te estoy diciendo porque aunque no tenga mucha lógica para ti, un día sabrás a que me refiero

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