06 febrero, 2022

FRUSTADA LITERARIA


Se me va la vida y nunca escribí lo que dije que escribiría. Ese libro que dije: tiene que salir antes de los 20 para que sea una escritora joven, tampoco llego a los 30. Le piso los pies a los 40 y tampoco veo la hora.


¿Me estás diciendo que tengo 20 años intentando hacer una producción literaria y todo se ha quedado en un sueño guajiro? Vaya futuro.


En veces cuando leo, me da envidia de los autores. Sobre todo cuando son mujeres y tiene mi edad. Pienso que yo pudiera hacer refrito algo mejor. O algo igual. Que yo hubiera podido escribir. Pero es mentira, no puedo. No pude. No he podido y no podré.


Parecía algo de agarrar una servilleta, anotarlo y reescribirlo. Y mágicamente aparecería un libro gordo y legendario en mis manos. Una gira mundial para presentarlo. Traducción a varios idiomas. Feria del libro. Entrevistas en internet, radio, televisión. Un Nobel.


Qué ingenua fui. Qué tonta e ilusionada. Pero la cosa es que de sueños no se construye nada. Y cuando te topas con la realidad, es un golpe con un cristal transparente que está en un ventanón de una casa que no conoces.


Mi primer despertar a la realidad fue el café literario, creo fue 2014, 2015. Ahí dije: que vergas. Existía todo un proceso detrás de una pieza literaria: estilo, licencias literarias, correcciones, reglas. Fue mucho. Me traume. Me traume porque según yo era escribo y ya. Se lee. Se publica. Jamás me imaginé que habría todo un caos pero sobre todo, que alguien ajeno a mi desperezaría mis textos palabra por palabra hasta quitarle su esencia. Yo odiaba eso de las correcciones. Para mi mi escrito era una obra nata, original e intocable. ¿Que había errores? Pues claro, era parte del arte. Como una mancha fuera de lugar en una pintura. Le da más estilo. Algo más natural. Algo espontáneo. Algo que no puede tocarse porque nació de una idea inquebrantable. Pues no. Quítale y ponle. Y a veces ni siquiera era como que una palabra, eran párrafos. No entendía nada. Así que difícilmente tomaba las indicaciones y corregía mi texto. 


Las únicas veces que si hice caso a las recomendaciones fue cuando alguno de mis textos sería presentado en algún fanzine o enviado a un concurso. Pero fuera de ahí, si sabía que mis cuentos no darían la luz del público, guardaba los papeles rayados de mis compañeros y los guardaba en mi carpeta negra de cosas que no me importan.


Otro cuarto oscuro de topes y dificultades fue la presión de tener que producir un texto nuevo cada semana. Hasta antes de ese tiempo, yo escribía por inspiración e impulsos ¿que era ese horrible sentimiento de tener que escribir por obligación? Y lo hacía. Y salían cosas horribles. Y las compartía y me moría de pena. Y leía la de mis compañeros y estaban peor. 


¿Y empezaremos por el corrupto, impenetrable y odioso mundo editorial? No gracias. Ya he teñido suficientes decepciones para siquiera entrar en detalle de ese cruel y elitista espacio.


Así que así es.  Permanezco mejor como lo que siempre he sido: una ferviente lectora. Ese papel si es fácil de cumplir y no hay trabajo detrás. Y honestamente, casi siempre no viene un sentimiento de celos a los autores, más bien de admiración porque entiendo ahora todo el proceso qué hay detrás de un libro. Tuve que experimentar una minúscula parte de su trabajo y me queda claro, que sólo los valientes y tercos lo logran, aunque muchas veces no sean los más talentosos.