15 marzo, 2016

TIC TOC

Era tan rebelde que caminaba por el mundo sin barba, tatuajes ni pantalones apretados. Su corte siempre rapo por ser alérgico a la caspa.

Su caminado religiosamente cuidado: las rayas que marcaban las banquetas no se pisan, contar hasta ciento catorce y volver a empezar, mirada al piso dos pasos, mirada al centro cuatro pasos, mirada arriba un paso. Volver a empezar.

El Rebecon como le decían los del barrio tenía fobia al color azul y todos sus derivados, por eso nunca salía de su guarida en días que no fueran nublados y  tampoco vestía jeans ni compraba botellas de agua. ¿El mar? Lo hacía vomitar.

Yo me enamoré del chico tictoc, como le decía cariñosamente. Primero, porque sus tics eran tan incontables como insoportablemente deliciosos: morderse las uñas de los meñiques y pulgares, limpiarse las manos con toallitas humedas cada 45 minutos (con alarma en mano, por supuesto), hacer 2 círculos con los ojos en sentido de las mencillas del reloj y 3 en contra cada que alguien decía la palabra "pues". Tic pues.

Toc porque su trastorno obsesivo compulsivo no tenía cura, según los 27 psiquiatras que consultó, los 3 brujos y 2 shamanes, las 4 gitanas y los 8 sacerdotes. Casi todo le causaba obsesión, en especial yo. Obsesión por los reptiles, las revistas, los tés hierbales, las alarmas. Obsesión a todo menos la comida, por supuesto. A la comida la aborrecía y gran parte de sus finanzas las donaba a laboratorios que trabajan en microcomidas o pastillas alimenticias.

Su enfermedad progresiva, incurable y mortal, era la terrible y perversa enfermedad del alma: Odio. Rencor. Resentimiento. Coraje.

Su caos nació a los siete años cuando la  puta de su prima Carmina lo voiló. O eso pensaba, en realidad no fue mas que una pre adolescente caliente y aprovechada que lo tocó y humilló por su flácido e infantiloide pene. Que pena, pero por su condición de hipersensibilidad nata, lo chingo de por siempre a partir de ese verano cuando la Mina se fue a vivir con su familia.

Mi cuchito, mi safado, mi distraído niño desorientado se hizo adulto y no se dio cuenta. Por eso vivía en un mundo de fantasía e insanidad. Por eso me mató. Y yo lo amaré por siempre por eso, porque yo ya estaba cansada de respirar pero nunca tuve los huevos para apretar el gatillo.

Después de envenenar mi té de media noche con ácidos amarillos se suicidó con una sobredosis de pastillas  alimenticias no aprobadas por la Asociación Internacional de Alimentos Empastillados que le obsequió el laboratorio que patrocinó con la herencia de su padre textilero.

Me mató y se mató y ahora somos eternamente desdichados en las oscuras locuras del infinito. Morimos para vivir encerrados en el laberinto y manicomio post mortem. Juntos en este infierno para dos. Unidos sin separarnos, al fin. Nunca habíamos sido tan desdichadamente felices como ahora, en lo incierto del entierro.

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